Esta visión se expresó en el texto constitucional a través de diferentes referencias a la búsqueda de la paz y la convivencia pacífica. La Constitución tiene como propósito esencial el logro de la convivencia (Preámbulo), reconoce la paz como un derecho fundamental y un deber ciudadano (Preámbulo, arts. 22 y 95 C.P.), señala la convivencia pacífica como un fin esencial del Estado (art. 2 C.P.), establece que se debe respetar el DIH (art. 214.2 C.P.) que, junto con los tratados internacionales de derechos humanos que prohíben su limitación en estados de excepción, prevalece en el orden interno (art. 93 C.P.). El respeto a la paz y a los derechos humanos es un derrotero de la educación (art. 67 C.P.). La paz también se fundamenta en el deber de asegurar la convivencia pacífica a través de las facultades del presidente de la República para la preservación del orden público (art. 189.4 C.P.). Todo ello dentro de la obligación general del Estado y sus autoridades de garantizar los derechos fundamentales en el marco del Estado social de Derecho (arts. 2 y 5 C.P.).
Para la Asamblea Nacional Constituyente era claro que la búsqueda de la paz y la convivencia pacífica no sólo era una finalidad del nuevo orden constitucional, sino un principio, un valor, un derecho y un deber. De hecho, en las discusiones que se dieron allí es posible rastrear las diversas propuestas que plantearon dicha visión multidimensional de la paz[127]. El Gobierno Nacional fue de los primeros en presentar una propuesta para incluir la consolidación de la paz en el preámbulo de la Carta Política; y en distintos artículos, la paz como un fin específico del Estado, como un deber y responsabilidad de todos los colombianos[128]. La paz fue entendida en el constitucionalismo colombiano como derecho síntesis:
“Yo reitero este punto, efectivamente la paz puede ser una aspiración o un valor, son ambas cosas, pero lo importante es que quede en claro que esa redacción, cualquiera de las dos palabras que se use, no impide consagrar la paz como un derecho y un deber de todos los colombianos, porque la paz es la síntesis de todos los derechos humanos, sin ella no habrá vigencia de ningún otro”[129].
Con base en estos antecedentes, la Corte Constitucional ha llamado a la Carta de 1991 una “Constitución para la paz”[130] a la que “se llegó luego de un proceso participativo que desde sus orígenes estuvo inspirado por el propósito ciudadano de superar la violencia mediante un conjunto de medidas orientadas a fortalecer las instituciones, la participación y el pluralismo”.
Esta noción amplia y aspiracional de la paz provenía, de hecho, del “origen democrático de la Asamblea, la diversidad ideológica de sus integrantes, el pacto de paz que la misma Constitución representaba[132] y el deseo de contribuir a través de un constitucionalismo prospectivo a trasformar una realidad histórica marcada por la violencia[133]”[134]. La Asamblea Constituyente no solo fue, entonces, “una oportunidad para la reincorporación de los grupos armados que participaron durante los años ochenta y noventa de una guerra recrudecida que involucró a todo tipo de actores[135], sino para la celebración de un pacto de transformación profunda del Estado colombiano, condensado en el tratado de paz que representó la Constitución Política de 1991”.
A. La faceta negativa de la paz: dar fin a la violencia
La terminación de los conflictos armados es un objetivo esencial en la consecución de la paz, pues estos constituyen la negación frontal y absoluta de la paz. En Colombia, como en el mundo[138], el conflicto armado ha sido el escenario de homicidios de personas civiles, desapariciones forzadas, desplazamientos forzados, secuestros, torturas, distintas formas de violencia sexual, reclutamiento y uso de niños, niñas y adolescentes para apoyar a los grupos armados, la utilización de minas antipersona y otros explosivos que causan lesiones y muertes en la población civil, entre numerosos crímenes de extrema gravedad. El conflicto armado en Colombia ha provocado una extensa victimización que ha causado daños al menos a 9.5 millones de personas.
Con este propósito, la Ley 418 de 1997 contempló en su apartado principal los “instrumentos para la búsqueda de la convivencia” que incluyen fundamentalmente “disposiciones para facilitar el diálogo y la suscripción de acuerdos con grupos armados organizados al margen de la ley para su desmovilización, reconciliación entre los colombianos y la convivencia pacífica”[140].
En la Sentencia C-048 de 2001, la Corte encontró compatibles con la Constitución estas facultades y sostuvo que el presidente puede adoptar diversas medidas para mantener y conservar el orden público, de conformidad con el artículo 189 superior. Sin embargo, también señaló que este debe esforzarse por encontrar soluciones pacíficas pues ellas “se acomodan mejor a la filosofía humanista y al amplio despliegue normativo en torno a la paz que la Constitución propugna”[141]. En este sentido, en la Sentencia C-069 de 2020, la Corte precisó que este deber de preferir la solución pacífica del conflicto
“se deriva, en primer lugar, de una lectura sistemática de la Constitución Política, y en particular, de la prevalencia de los principios fundamentales de la Constitución como elementos integradores que deben informar la interpretación de la parte orgánica de la misma. En segunda medida, se deduce así mismo del análisis de los antecedentes históricos y de la teleología de la Constitución, que ha sido llamada la “Constitución de la paz”, lo cual consta no sólo en las discusiones de la Asamblea Nacional Constituyente, sino en el preámbulo mismo de la Constitución. Finalmente, la preferencia por los medios pacíficos de solución del conflicto armado se deriva también de la prevalencia de los tratados sobre derechos humanos ratificados por Colombia, que la Corte, interpretando el artículo 93 de la Constitución, ha incorporado al ordenamiento jurídico como parte del bloque de constitucionalidad”[142].
En esta línea, la Sentencia C-069 de 2020 la Corte reiteró que, dentro de los instrumentos dirigidos a facilitar las negociaciones y diálogos entre el Gobierno y los grupos armados con el fin de cesar la violencia se encuentran: (i) “la posibilidad de entablar conversaciones, diálogos y negociaciones, con el objetivo de llegar a acuerdos para la terminación definitiva del conflicto, o para que se produzcan el cese de hostilidades, o la reducción de los enfrentamientos, para verificar el cumplimiento de los acuerdos, lograr la desmovilización, el desarme y la reintegración”; (ii) “la suspensión de los procesos judiciales y/o de las órdenes de captura contra los miembros del grupo armado organizado y sus representantes”; y (iii) la potestad del presidente de la República para “autorizar la ubicación de los representantes, voceros y/o miembros de tales grupos en zonas determinadas del territorio nacional, ordenando los desplazamientos necesarios de la fuerza pública para garantizar la vida, integridad personal, y demás derechos a sus integrantes”[143].
Ahora bien, en Colombia y en el mundo la violencia y los crímenes más aberrantes contra la dignidad humana, como los que se han enumerado antes, no se producen únicamente como consecuencia de los conflictos armados. Otras dinámicas de violencia causan crímenes similares o de gravedad comparable para la dignidad humana. De acuerdo con el secretario general de la Organización de Naciones Unidas, entre 2015 y 2021 un estimado de 3.1 millones de personas perdieron sus vidas como resultado de homicidios intencionales. “[U]na cifra espeluznante que empequeñece la de las 700.000 personas que, según estimaciones murieron en conflictos armados durante ese periodo”[144]. Según el mismo documento, “[e]l crimen organizado fue responsable de tantas muertes en este período como todos los conflictos armados juntos”.
B. La paz en su faceta positiva: las condiciones para evitar la reproducción de la violencia
La paz no es algo que concierna privativamente a los organismos y funcionarios del Estado sino que, por el contrario, atañe a todos los colombianos, como lo declara el artículo 22 de la Constitución, a cuyo tenor es un derecho de todos y un deber de obligatorio cumplimiento. Menos todavía puede sostenerse que esté circunscrito a la actividad y decisión de una sola rama del Poder Público”[146].
“La idea de paz es consubstancial con la idea del derecho. Yo siempre recuerdo que un magnífico libro que publicó Hans Kelsen en 1945, titulado Derecho y paz, en momentos en que reinaba el optimismo ante las perspectivas de creación de un nuevo orden internacional después de la Segunda Guerra Mundial, comenzaba con una frase que siempre me pareció muy acertada para servir de preámbulo a toda la consideración de este tema: «El Derecho es, por esencia, un orden para preservar la Paz».
Este concepto es obvio, evidentemente cierto, pero pienso que igual hay que repetirlo, agregando, sin embargo, que la paz no puede caracterizarse sólo por ausencia de violencia, de que la paz se integra necesariamente con una idea de justicia. La paz no puede ser el orden de los cementerios, sino un orden armónico de libertad, en un equilibrio de derechos y deberes”[147].
La paz se cimienta en la educación orientada a su respeto, en la formación para que la violencia no sea la respuesta frente a los conflictos. Como lo ha dicho la Asamblea General de las Naciones Unidas “puesto que las guerras empiezan en la mente de los hombres [de las personas], es allí donde debe construirse la defensa de la paz”[148].
Fortalecimiento del Estado de Derecho y el deber de proteger a la población
El artículo 189.4 de la Constitución Política asigna al presidente de la República la obligación de conservar el orden público y restablecerlo donde fuere turbado. De este precepto constitucional se desprenden, a su vez, dos mandatos: (i) la búsqueda de una solución pacífica de la violencia, inclusive la proveniente del conflicto armado -que se abordó en el apartado anterior- y (ii) el deber de garantizar la vida y la seguridad de todos los ciudadanos[149]. En este marco, la Corte Constitucional ha entendido que el presidente cuenta con una amplia libertad para escoger los mecanismos para el mantenimiento del orden público, que incluyen desde la resolución pacífica de los conflictos hasta el recurso a medidas coercitivas y el uso de la fuerza.
Una concepción amplia de paz integra entonces la garantía del orden público y los esfuerzos de solución pacífica, conversaciones, acercamientos y negociaciones; todo ello en aras de proteger a la población, mantener el orden público, el monopolio de la fuerza en cabeza del Estado, cesar la violencia y garantizar el Estado de Derecho. En colaboración armónica con las otras ramas de poder público, la conservación del orden público conlleva también la aplicación de justicia frente a quienes son responsables de la comisión de delitos. Sin embargo, la búsqueda pacífica de solución de la violencia extrema no puede ir en desmedro de las condiciones de la población, pues el medio no puede convertirse en una amenaza para la realización de una finalidad esencial del Estado: proteger los derechos de la población.
La búsqueda de la paz es una facultad y un deber que deben realizarse dentro del marco de la Constitución, por lo que no autoriza “a los órganos políticos a tomar decisiones que contradigan normas constitucionales”[151], de modo que “nunca pueden concebirse decisiones políticas o jurídicas, por más loables que sean, como excepciones a la propia institución superior”[152]. Así, este amplio catálogo de medidas disponibles para la conservación del orden público y la búsqueda de una solución pacífica del conflicto armado se articulan con las funciones relacionadas con la persecución de la criminalidad y la garantía de los derechos de las víctimas a la verdad, a la justicia y a la reparación que, como se dijo, hacen parte de una idea integral de paz, en su faceta positiva, que supone la realización del Estado de Derecho. La protección de la vida y la seguridad de la población civil son deberes del Estado y para ello tiene que acudir a los distintos instrumentos y herramientas de que dispone. Su uso está siempre orientado por la obligación de garantizar el ejercicio de los derechos fundamentales y pierde sentido en la medida en que se constituyan en mecanismos que propicien la vulneración de estos.
El artículo 2 de la Constitución establece la protección a la “vida, honra, bienes, creencias, y demás derechos y libertades” como una garantía constitucional a favor de todas las personas y un deber del Estado. Así mismo, tanto el Preámbulo como el artículo 11 de la Carta Política entienden la vida “como uno de los valores que el ordenamiento constitucional debe defender”[153]. Particularmente, frente a su protección en medio del conflicto armado, la Corte ha señalado que el Estado está obligado a garantizar la vida “sin importar quien la amenace o si las circunstancias que la ponen en peligro se dan en áreas de la geografía nacional donde la violencia es endémica.”
Desde esta perspectiva, la garantía de la seguridad es uno de los puntos cardinales del orden público y de la búsqueda de la paz, en tanto “garantía de las condiciones necesarias para el ejercicio de todos los derechos y libertades fundamentales por parte de las personas que habitan el territorio nacional”[156]. La Corte ha precisado que la seguridad es un derecho colectivo, “que asiste en forma general a todos los miembros de la sociedad, quienes se pueden ver afectados por circunstancias que pongan en riesgo bienes jurídicos colectivos tan importantes para el conglomerado social, como el patrimonio público, el espacio público, la seguridad y salubridad públicas, la moral administrativa, el medio ambiente o la libre competencia económica (art. 88, CP).”
Los instrumentos internacionales de derechos humanos que hacen parte del bloque de constitucionalidad, como la Convención Americana sobre Derechos Humanos o el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, señalan que “los Estados tienen el deber no sólo de respetar sino también de garantizar los derechos humanos a todos los habitantes de sus territorios[158], lo que implica precisamente la obligación del Estado de asegurar unas condiciones básicas de convivencia pacífica, sin olvidar su deber de respetar los derechos humanos”.
El control del orden público, la garantía de la seguridad y el deber de protección de los derechos humanos suponen la facultad del Estado de hacer uso de medios coercitivos frente a quienes los amenazan. Estos mecanismos corresponden al ejecutivo, a través del monopolio del uso de la fuerza, y el principio de exclusividad de la fuerza pública (arts. 215, 217, 218 y 223 C.P.)[161] que hoy integra el derecho a la paz en el artículo 22A de la Constitución. Asimismo, una de las formas en las que el Estado ejerce la coerción es a través del ejercicio de la justicia a cargo de la rama judicial (arts. 228 y 229 CP).
La facultad del presidente de acudir a medios de solución pacífica de la violencia es complementaria de la facultad y el deber de acudir a medios coercitivos cuando sea necesario para proteger los derechos fundamentales de la población y garantizar el control territorial necesario del Estado de Derecho. Así lo sostuvo esta Corte desde su jurisprudencia fundacional:
“El Estado moderno es aquella institución que aspira a lograr el monopolio eficaz y legítimo de la coacción en un determinado territorio: con ello se busca evitar los peligros que, para la convivencia social, implica la multiplicación de poderes armados privados. El Estado moderno pretende ser así la negación de la hipótesis hobbesiana de la existencia de una guerra de todos contra todos, en el estado de naturaleza, pues es deber del Estado mantener la convivencia pacífica e instaurar un sistema jurídico-político estable, para constituir la protección a la vida como una de las obligaciones del gobernante sin las cuales no es posible la continuidad de la comunidad.
Esta especificidad del Estado moderno explica además ciertos rasgos fundamentales del derecho. En efecto, las normas jurídicas que integran un Estado de derecho se caracterizan no sólo por el hecho de que ellas pueden ser impuestas por la fuerza sino, además, porque regulan el uso de la fuerza. Esto significa que la amenaza de la fuerza no es sólo un elemento distintivo del derecho sino que la fuerza misma es objeto de la reglamentación jurídica. Por medio de esa doble relación con la fuerza, el derecho en general, y el derecho constitucional en particular, cumplen su función garantista, pues aseguran que la coacción no podrá ser utilizada sino en los casos y modos permitidos por el orden jurídico. El derecho sólo puede asegurar al individuo una esfera de libertad y protección contra la violencia a condición de reprimir, incluso con la fuerza, aquellas actividades violentas de los demás individuos que vulneran esa órbita de libertad”[162].
La garantía de la justicia es también esencial como medio del Estado de Derecho para garantizar la paz, entendida como las condiciones para el pleno ejercicio de los derechos fundamentales. En la Sentencia C-370 de 2006, que analizó la constitucionalidad de un conjunto de apartados de la Ley 975 de 2005 (Ley de Justicia y Paz), la Corte advirtió que la paz que perseguía esta ley integraba principios de justicia “ya que también es necesario garantizar la materialización del contenido esencial del valor de la justicia y del derecho de las víctimas a la justicia, así como los demás derechos de las víctimas, a pesar de las limitaciones legítimas que a ellos se impongan para poner fin al conflicto armado”[163].
Así mismo, señaló que, pese a la importancia que tiene la búsqueda de una solución pacífica del conflicto dentro del orden constitucional, esta “no puede transformarse en una especie de razón de Estado que prevalezca automáticamente, y en el grado que sea necesario, frente a cualquier otro valor o derecho constitucional. En tal hipótesis, la paz –que no deja de ser un concepto de alta indeterminación- podría invocarse para justificar cualquier tipo de medida, inclusive algunas nugatorias de los derechos constitucionales, lo cual no es admisible a la luz del bloque de constitucionalidad”[164].
El Estado no puede renunciar al cumplimiento de una serie de obligaciones relacionadas con la satisfacción de los derechos fundamentales de las personas y las comunidades y la prevención y persecución de la criminalidad, sobre todo cuando se trata de hechos que afecten sensiblemente los derechos humanos[165]. La garantía del goce efectivo de los derechos es uno de los compromisos principales del Estado social y democrático de Derecho[166]. De él se derivan las obligaciones de (i) prevenir la vulneración de derechos (no repetición); (ii) crear mecanismos idóneos y eficaces para su protección, en casos de amenaza o vulneración (tutela efectiva); (iii) reparar las violaciones y esclarecer los hechos (reparación y verdad), e (iv) investigar, juzgar y sancionar las graves violaciones a los derechos humanos y el DIH (justicia).
Así lo han recogido las normas constitucionales de transición del conflicto armado a la paz. Particularmente, los actos legislativos 01 de 2012 y 01 de 2017, que integran en los mecanismos de transición a la paz las condiciones esenciales de garantizar verdad, justicia, reparación y no repetición a las víctimas y a la sociedad[168]. La jurisprudencia constitucional ha señalado que estas garantías, junto a la búsqueda de la paz son pilares esenciales de la Constitución.
Tercer cargo. Vulneración del principio de separación de poderes (arts. 115 y 121 CP) por el artículo 5° de la Ley 2272 de 2022
Negociaciones con grupos armados que tienen un mando responsable, ejercen control territorial y con quienes se adelantan diálogos políticos
El relación con la paz, como se dijo (apartado ), de conformidad con el artículo 189.4 superior, el presidente de la República debe garantizar el orden público en todo el territorio, para lo cual cuenta con diferentes facultades e instrumentos constitucionales, entre ellos, los medios de solución pacífica de la violencia, a través de procesos de diálogo y conversación. La Corte Constitucional ha concluido que los instrumentos para la solución pacífica de la violencia contemplados en la Ley 418 de 1997 y sus sucesivas prórrogas encuentran fundamento en las normas constitucionales que propenden por la convivencia que, además, se ajustan a la filosofía humanista y de búsqueda de la paz que inspira la Constitución[169].
“es un conjunto de normas cuya finalidad es limitar las consecuencias humanitarias de los conflictos armados. […] El principal objetivo del DIH es restringir los métodos y medios de guerra que pueden emplear las partes en conflicto, así como garantizar la protección y el trato humano de las partes en conflicto, así como garantizar la protección y el trato humano de las personas que no participan o que han dejado de participar directamente en las hostilidades. En resumen, el DIH abarca las disposiciones del derecho internacional que establecen normas mínimas de humanidad que deben respetarse en toda situación de conflicto armado”[170].
El artículo 93 de la Constitución dispuso que “[l]os tratados y convenios internacionales ratificados por el Congreso, que reconocen los derechos humanos y que prohíben su limitación en los estados de excepción, prevalecen en el orden interno”. Con base en esta norma constitucional, la Corte desarrolló la figura del bloque de constitucionalidad para armonizar la supremacía constitucional del artículo 4 y el mencionado inciso primero del artículo 93. En consecuencia, los derechos reconocidos en los tratados internacionales y cuya limitación está prohibida en estados de excepción tienen rango constitucional[171]. El artículo 214.2 superior obliga a respetar el DIH durante los estados de excepción, por lo que hace parte del bloque de constitucionalidad.
En este marco, la Ley 782 de 2002, que prorrogó la Ley 418 de 1997, circunscribió los destinatarios de los diálogos específicamente a las partes del conflicto armado, según lo entiende el DIH. En ese momento, el legislador evitó incluir a organizaciones armadas que no eran parte del conflicto armado. De forma explícita, en la exposición de motivos de esta ley, argumentó que las facultades estaban circunscritas a las organizaciones que participaban en el conflicto armado en el marco del DIH y excluyó su aplicación respecto de las organizaciones de crimen organizado y criminalidad ordinaria, que no eran partes en el conflicto armado[172]. En este contexto, en el 2010, la Corte Constitucional reconoció que este cuerpo normativo se enmarcaba
“dentro del conjunto de regulaciones que el Estado colombiano ha producido durante los últimos 15 años para afrontar el conflicto armado, tanto en lo que tiene que ver con las víctimas del mismo, como frente a los actores que operan o hacen parte de los grupos organizados al margen de la ley”[173].
La Corte sostuvo que los instrumentos de la Ley 418 de 1997:
“son precisamente el tipo de instrumentos contemplados por el DIH como mecanismos para aumentar el conjunto de normas de DIH aplicables a los conflictos no internacionales, para mitigar los efectos del conflicto, y para lograr la paz. En esa medida, resulta claro que el Protocolo II y la Ley 418 de 1997 no persiguen finalidades distintas, sino que, por el contrario, existe una identidad de propósito entre los dos cuerpos normativos” [y] “van dirigidos a facilitar los procesos de diálogo y negociación entre los grupos y el gobierno, a prevenir o mitigar la violencia, y a llegar a acuerdos para garantizar la aplicación del Derecho Internacional Humanitario y el respeto por los Derechos Humanos”[174].
“149. En la jurisprudencia nacional (de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia y de la Corte Constitucional) el delito político se caracteriza, desde el punto de vista objetivo, como una conducta dirigida contra el régimen constitucional y legal, entendido como el bien jurídico lesionado. Y, desde el punto de vista subjetivo, por el móvil altruista de la conducta.
150. En la Sentencia C-577 de 2014, esta Corte señaló la utilidad de la categorización del delito político en el marco de los procesos de paz, indicando que, al diferenciarlo del acto criminal ordinario, el orden jurídico reconoce al grupo en rebelión la connotación armada y política, de donde surge la posibilidad de avanzar en una negociación igualmente política. Estos delitos políticos, al igual que sus “conexos”, gozan de un trato privilegiado, que se concreta en tres aspectos. Primero, la posibilidad de recibir amnistías o indultos, en el marco de la ley; segundo, la prohibición de extradición y tercero, la posibilidad de participar en política, todo en virtud de “los fines altruistas de mejoramiento social que subyacen a él”.
151. Si bien los delitos políticos no han sido definidos de manera más precisa en los textos legales, el Código Penal brinda una orientación clara, al establecer un capítulo específico sobre delitos contra el régimen constitucional y legal vigente. Sin embargo, la definición de los delitos conexos, es decir, aquellos en principio comunes, pero que guardan relación de necesidad con los primeros, resulta más difícil de establecer.
Así, la jurisprudencia constitucional ha reconocido que estos “aisladamente serían delitos comunes, pero que por su relación adquieren la condición de delitos conexos, y reciben, o pueden recibir, el trato favorable reservado a los delitos políticos”.
Tanto los delitos políticos como sus conexos están enmarcados en contextos históricos, políticos y sociales complejos, lo que explica que, una definición más precisa de su alcance haga parte de la potestad general de configuración del derecho, en cabeza del Legislador, siempre que cumpla “con condiciones de razonabilidad y proporcionalidad”; y garantice el cumplimiento del deber estatal de juzgar, investigar y sancionar las graves violaciones a los derechos humanos y las graves infracciones al DIH”[175].
En concordancia con lo anterior, la jurisprudencia constitucional ha desarrollado el alcance y límites de la facultad del legislador de conceder indultos y amnistías por los delitos políticos y conexos[176]; y de permitir la participación en política como medida de reincorporación, también política[177]. En todo caso, las graves violaciones a los derechos humanos e infracciones al DIH no pueden ser consideradas delitos políticos pues su gravedad rompe el nexo con la finalidad política, por lo que no es posible otorgar amnistías o indultos para tales hechos. El Acto Legislativo 02 de 2019 prohibió considerar como delitos políticos o conexos el secuestro y los relacionados con la fabricación, el tráfico o porte de estupefacientes, los cuales tampoco pueden considerarse conductas dirigidas a promover, facilitar, apoyar, financiar u ocultar delitos contra el régimen constitucional y legal.
En todo caso, la definición del conflicto armado interno del DIH no exige una motivación política para que este se configure. Por consiguiente, ni la aplicación de las normas internacionales humanitarias en los conflictos armados internos ni los esfuerzos por terminarlo están restringidos a aquellos en los que las partes tengan naturaleza o motivación política. Sin embargo, el régimen constitucional del delito político sí restringe la concesión de amnistías e indultos, beneficios de reincorporación política y la prohibición de la extradición a la delincuencia política. Así, una negociación conducente a poner fin a un conflicto armado regulado por el DIH no puede prever beneficios reservados constitucionalmente para la delincuencia política si el grupo parte del conflicto armado, valga la redundancia, no es de delincuencia política[178].
Acercamientos y conversaciones con grupos armados organizados o estructuras armadas organizadas de crimen de alto impacto (EAOCAI), con el fin de lograr su sometimiento a la justicia y desmantelamiento
“organizaciones criminales conformadas por un número plural de personas, organizadas en una estructura jerárquica y/o en red, que se dediquen a la ejecución permanente o continua de conductas punibles, entre las que podrán encontrarse las tipificadas en la Convención de Palermo, que se enmarquen en patrones criminales que incluyan el sometimiento violento de la población civil de los territorios rurales y urbanos en los que operen, y cumplan funciones en una o más economías ilícitas”.
La Convención de Palermo es el tratado de Naciones Unidas contra la delincuencia organizada transnacional y prevé normas para perseguirla a través de instrumentos de cooperación internacional y para impedir su capacidad de corrupción y el blanqueo de bienes[179]. La Convención obliga a los Estados a criminalizar los delitos que cometen y que tienen finalidad principalmente económica. Ese tratado distingue entre “grupos delictivos organizados” y “grupos estructurados”. El "grupo delictivo organizado" es "un grupo estructurado de tres o más personas que exista durante cierto tiempo y que actúe concertadamente con el propósito de cometer uno o más delitos graves o delitos tipificados con arreglo a la presente Convención con miras a obtener, directa o indirectamente, un beneficio económico u otro beneficio de orden material”. Al "grupo estructurado" lo define como “un grupo no formado fortuitamente para la comisión inmediata de un delito y en el que no necesariamente se haya asignado a sus miembros funciones formalmente definidas ni haya continuidad en la condición de miembro o exista una estructura desarrollada”.
Cumplen “funciones en una o más economías ilícitas” y desarrollan su criminalidad “con miras a obtener, directa o indirectamente, un beneficio económico u otro beneficio de orden material”.
Desarrollan “patrones criminales que incluyan el sometimiento violento de la población civil de los territorios rurales y urbanos”.
No se exige que operen “bajo la dirección de un mando responsable” y “ejerza[n] sobre una parte del territorio un control tal que le permita realizar operaciones militares sostenidas y concertadas”.
Con las EAOCAI se pueden realizar “acercamientos y conversaciones”, que se distinguen de las “negociaciones”, que la Ley 2272 reserva para “grupos armados organizados al margen de la ley con los que se adelanten diálogos de carácter político”.
El objetivo de dichos acercamientos y conversaciones es el de “lograr su sometimiento a la justicia y desmantelamiento”, a diferencia de las “negociaciones” que se dirigen a pactar “acuerdos de paz”.
El principio de separación de poderes. Reiteración jurisprudencial.
El principio de separación de poderes parte de la premisa de que el poder político debe ser limitado y compartido y, por lo tanto, resulta incompatible su concentración en uno de los órganos estatales. La jurisprudencia constitucional ha entendido que la separación de poderes cumple, entonces, dos funciones esenciales: (i) garantizar las libertades y los derechos de los ciudadanos y (ii) racionalizar la actividad del Estado y el ejercicio del poder político[180]. Dichas funciones se cumplen a través de un arreglo institucional que limita el poder público mediante un sistema de controles interorgánicos que hagan efectivos los frenos y contrapesos, y que también facilitan la acción coordinada entre tales poderes[181]. Con este propósito, el artículo 113 de la Constitución establece la separación del poder público en diferentes ramas, de manera que no resida en una sola de ellas y que los diversos órganos que las integran se controlen de manera recíproca.
La Corte Constitucional ha desarrollado una jurisprudencia consistente y reiterada sobre el principio de separación de poderes, en la que se ha establecido en múltiples oportunidades que se trata de un componente esencial de la Carta Política “en tanto instrumento de limitación de poder y garantía de los derechos y libertades y de la realización de los fines estatales”[182].
Asimismo, la jurisprudencia ha sido uniforme en señalar que este principio tiene dos contenidos: “uno estático, basado en la delimitación precisa de las competencias y facultades, aunado al reconocimiento de autonomía e independencia para las ramas del poder; y otro dinámico, que reconoce la necesidad de articular las funciones entre dichas ramas, con el fin de lograr el cumplimiento adecuado de los fines esenciales del Estado, así como impedir los excesos en el ejercicio de las competencias a partir de un modelo institucionalizado de mutuos controles”[183].
Frente a la noción estática de este principio, la Corte ha señalado que tiene como propósito evitar que se afecten las libertades individuales a partir de un régimen político basado en la tiranía, y también “permitir una adecuada especialización funcional, a través del ejercicio independiente de las competencias de cada rama u órgano del poder público”[184]. Ahora bien, la Corte ha advertido a su vez, que una delimitación rígida de las competencias de las ramas del poder no es suficiente para garantizar los objetivos del Estado ni para impedir el ejercicio arbitrario del poder[185]. Por el contrario, resulta necesario un modelo de control y fiscalización interorgánico y recíproco, como regulador constante del balance entre los poderes públicos[186]. Así, según la acepción dinámica, este principio debe entenderse como la confluencia de las entidades públicas en el desarrollo de los fines y valores constitucionales.
El principio de separación de poderes se estructura entonces “sobre la base de que los órganos del Estado se hallan separados funcionalmente pero deben colaborar de forma armónica para realizar los fines del Estado”[188]. Respecto a la separación funcional del poder, la jurisprudencia ha señalado que esta busca la garantía del equilibrio y control entre los órganos del Estado, toda vez que “permite que el poder no descanse únicamente en las manos de una sola persona o entidad, a fin de que los diversos órganos puedan controlarse recíprocamente”[189]. Y, frente al mandato de la colaboración armónica entre las ramas del poder público, la Corte ha indicado también que su propósito radica en que los órganos del poder logren articularse mediante funciones separadas, pero destinadas a la realización de los fines del Estado, sin que esto signifique en ningún caso una ruptura en la división del poder o en el reparto funcional de facultades, donde un órgano termine ejerciendo las funciones atribuidas por la Constitución a otro órgano[190]. Este principio de colaboración armónica es trascendental en la estructura del equilibrio de poderes pues se convierte en un elemento rector de las relaciones entre las diferentes ramas del poder público.
En consecuencia, de estas dimensiones estática y dinámica del principio de separación de poderes, se derivan dos exigencias primordiales. La primera de ellas consiste en la identificación de los roles del Estado, a través “del otorgamiento de funciones exclusivas a cada una de las ramas del poder público, por medio de las cuales se cumplan los fines esenciales de su organización y consagración”[191]. La segunda está relacionada con la garantía de los principios de independencia y autonomía de los órganos creados por la Constitución, para asegurar “la ausencia de injerencias externas de un órgano hacia otro, en donde se quebranten las funciones y roles asignados a cada uno de ellos”.
Este principio es a su vez el fundamento de las garantías de reserva judicial y legal. La reserva judicial es una garantía constitucional en la que un asunto o materia solo puede ser desarrollado por una autoridad judicial. A esta también se la llama “reserva de la primera palabra” o “reserva absoluta de jurisdicción” y opera “cuando, en ciertas materias, compete al juez no sólo la última y decisiva palabra sino también la primera palabra referente a la definición del derecho aplicable a las relaciones jurídicas. Es decir, hay ciertos asuntos sobre los cuales sólo se pueden pronunciar los tribunales”[193]. Por su parte, la reserva legal, que además materializa el principio de legalidad, establece que determinado asunto o materia solo puede ser desarrollado mediante una norma legal. Así, si el asunto es regulado por una autoridad o por una norma diferente a la prevista en la Constitución, el acto o la norma son inconstitucionales.
En este marco deben entenderse las garantías de la reserva legal y judicial que dispone el artículo 28 de la Constitución para la libertad personal. La reserva judicial, en este sentido, “es una garantía constitucional, en virtud de la cual, las afectaciones o privaciones de la libertad personal o las afectaciones de la inviolabilidad del domicilio solo pueden acontecer o ser adelantadas, en virtud de orden escrita de autoridad judicial competente”. Por su parte, en virtud de reserva legal, la libertad sólo puede privarse “en virtud de motivos previamente fijados en la ley y no a criterio del funcionario. Adicionalmente, el procedimiento deberá satisfacer los requisitos fijados por la propia ley”[195].
Sobre la constitucionalidad de adelantar acercamientos y conversaciones con EAOCAI
Si bien el presidente de la República puede adoptar diversas medidas para mantener y conservar el orden público, debe esforzarse por encontrar soluciones pacíficas, pues estas “se acomodan mejor a la filosofía humanista y al amplio despliegue normativo en torno a la paz que la Constitución propugna”[196]. Como se ha expuesto, la facultad del presidente de buscar la convivencia pacífica y la paz no se restringe al contexto del conflicto armado. Esta facultad también se predica de los esfuerzos para lograr el sometimiento a la justicia para dar fin a la violencia extrema que, independientemente del agente que la genera, causa graves vulneraciones a los derechos fundamentales.
La Corte concluyó que “[l]a participación del Congreso en el logro de tales empeños, que corresponden al Estado en su conjunto, no vulnera la Constitución, sino que la desarrolla”[197].
Sobre la facultad presidencial y gubernamental de definir los términos del sometimiento y acordarlos con las EAOCAI
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