Sentencia C-340/96
PRINCIPIO DE LA BUENA FE
El principio de la buena fe, plasmado en el artículo 83 de la Carta Política, que representa para las autoridades públicas la obligación de suponer la honestidad de los administrados -a no ser que en forma fehaciente se les pueda demostrar que actúan ilícitamente-, guarda íntima relación con el objetivo de preservar la moralidad en la Administración Pública, que era precisamente el buscado por el Congreso al expedir la Ley 190 de 1995.
SUPRESION DE TRAMITES/TRAMITOMANIA
La supresión de los trámites y requisitos aludidos en los preceptos objeto de demanda, en vez de violar disposición alguna de la Carta, da desarrollo cabal a uno de sus postulados básicos. Atentan contra la Constitución y lesionan los derechos de los gobernados las conductas renuentes de los servidores públicos que, desconociendo las prohibiciones en vigor, siguen exigiendo documentos originales autenticados o reconocidos notarial o judicialmente, o declaraciones extrajuicio, para lo relativo al trámite de los asuntos a su cargo. La primera y más grave falta disciplinaria de cualquier funcionario consiste en violar la Constitución y, por ello, tanto los superiores jerárquicos como el Ministerio Público están obligados a aplicar con drasticidad y prontitud las sanciones de esa índole que merecen los infractores, sin perjuicio de las penales que tengan origen en la posible comisión del delito de prevaricato.
LEY ESTATUTARIA
La Corte, en lo relativo a los asuntos que, al tenor del artículo 152 de la Carta, deben ser objeto de leyes estatutarias, ha de afirmar, siguiendo su jurisprudencia, que el aludido mandato constitucional contiene una enunciación taxativa y de alcance estricto. No son admisibles las interpretaciones extensivas o analógicas, para pretender que asuntos no ennumerados por la Constitución deban ser tramitados por el Congreso con arreglo a los procedimientos extraordinarios que exige el artículo 153 Ibídem.
TRAMITES ADMINISTRATIVOS-Sujeción a la constitución
La sola lectura de los artículos 1 y 10 del Decreto 2150 de 1995 confiere certidumbre en el sentido de que para nada modifican ni alteran la normatividad procesal en materia civil, pues su objeto no es el de regular los procesos judiciales sino el de introducir en la legislación los correctivos indispensables para que los trámites administrativos se sujeten, según lo dicho, a los postulados constitucionales. Si de lo que se trata es de prohibir unas ciertas exigencias "a las entidades que integran la Administración Pública" y de suprimir requisitos que se venían aplicando en las actuaciones ante las mismas, así consistieran ellos en documentos de origen judicial, resulta palmario que el legislador no penetró en el ámbito propio de las ritualidades procesales conducidas por los jueces y, entonces, este cargo carece de todo fundamento.
Referencia: Expediente D-1178
Demanda de inconstitucionalidad contra los artículos 1 y 10 del Decreto 2150 de 1995.
Actor: Héctor Fernando Castro Alarcón
Magistrado Ponente:
Dr. JOSE GREGORIO HERNANDEZ GALINDO
Sentencia aprobada en Santa Fe de Bogotá, D.C., según consta en acta del primero (1) de agosto de mil novecientos noventa y seis (1996).
I. ANTECEDENTES
El ciudadano HECTOR FERNANDO CASTRO ALARCON, haciendo uso del derecho político consagrado en el artículo 241, numeral 5º, de la Constitución, ha presentado ante la Corte una demanda de inconstitucionalidad contra los artículos 1 y 10 del Decreto 2150 de 1995.
Cumplidos como están los trámites y requisitos exigidos en el Decreto 2067 de 1991, se entra a resolver.
II. TEXTO
El texto acusado es del siguiente tenor literal:
"DECRETO NUMERO 2150 DE 1995
(diciembre 5)
'por el cual se suprimen y reforman regulaciones, procedimientos o trámites innecesarios existentes en la Administración Pública.
El Presidente de la República de Colombia, en ejercicio de las facultades extraordinarias que le confiere el artículo 83 de la Ley 190 de 1995, oída la opinión de la Comisión prevista en dicho artículo, y
CONSIDERANDO:
Que el artículo 83 de la Constitución Política señala que las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deben ceñirse a los postulados de la buena fe, la cual se presume en todas las gestiones que aquéllos adelanten ante éstas;
Que el artículo 84 de la Constitución Política señala que cuando un derecho o una actividad hayan sido reglamentados de manera general, las autoridades públicas no podrán establecer ni exigir permisos, licencias o requisitos adicionales;
Que el artículo 209 de la Constitución Política señala que la función administrativa está al servicio de los intereses generales y se desarrolla con fundamento en los principios de igualdad, moralidad y eficacia, economía, celeridad, imparcialidad y publicidad, mediante la descentralización, delegación y desconcentración de funciones;
Que el artículo 333 de la Constitución Política garantiza la libertad económica para cuyo ejercicio determina que nadie podrá exigir permisos previos ni requisitos, sin autorización de la ley y consagra la libre competencia como un derecho de todos;
Que el artículo 83 de la Ley 190 de 1995, "por la cual se dictan normas tendientes a preservar la moralidad en administración pública y se fijan disposiciones", con el fin de facilitar las relaciones entre el Estado y los ciudadanos y erradicar la corrupción administrativa, facultó al Gobierno por el término de seis meses para expedir normas con fuerza de ley para suprimir o reformar regulaciones, procedimientos o trámites innecesarios, existentes en la administración pública, y
Que es voluntad del Gobierno, en cumplimiento de los fines esenciales del Estado, promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución, mediante la eliminación de toda regulación, trámite o requisito que dificulte el ejercicio de las libertades ciudadanas,
DECRETA:
ARTICULO 1.- Supresión de Autenticaciones y Reconocimientos. A las entidades que integran la Administración Pública les está prohibido exigir documentos originales autenticados o reconocidos notarial o judicialmente.
(...)
ARTICULO 10.- Prohibición de Declaraciones Extrajuicio. En las actuaciones administrativas, suprímese como requisito las declaraciones extrajuicio para el reconocimiento de un derecho particular y concreto. Para estos efectos, bastará la afirmación que haga el particular ante la entidad pública, la cual tendrá los mismos efectos y consecuencias de la declaración extrajuicio".
III. LA DEMANDA
El actor considera que el Ejecutivo excedió las facultades extraordinarias que le fueron conferidas, puesto que no se atuvo a las limitaciones que allí le fueron impuestas para el ejercicio transitorio de la función legislativa.
Tales limitaciones, según su análisis, cobijaban tres aspectos:
1) Que las disposiciones que adoptara el Gobierno sirvieran a los objetivos de la Ley expresados en su encabezamiento, a saber los de "preservar la moralidad en la Administración" y "erradicar la corrupción administrativa".
2) Que las regulaciones, procedimientos o trámites que se iban a suprimir existieran en la Administración Pública.
3) Que dichas regulaciones, procedimientos y trámites fueran "innecesarios".
Después de señalar algunos ejemplos concretos, concluye que las declaraciones extrajuicio son testimonios, es decir medios de prueba previstos en el artículo 299 del Código de Procedimiento Civil que les da el carácter de prueba sumaria.
Así, se pregunta cómo puede pretenderse que un instrumento de prueba pueda considerarse innecesario, resaltando que se trata de una declaración hecha bajo la gravedad del juramento, es decir que de no ser cierta ha incurrido el declarante en el delito de perjurio.
De esta manera, afirma, se vulnera la Constitución Política pues cuando el Gobierno, a través de la norma impugnada, prohibe las declaraciones extrajuicio contempladas en el Código de Procedimiento Civil como prueba extraprocesal está haciendo uso de unas facultades que no le concedió el Congreso, por cuanto las facultades extraordinarias, bajo la Constitución de 1991, no pueden ser conferidas para expedir códigos o normas que hagan parte de su contenido.
Cita los artículos 4 y 27 del Código Contencioso Administrativo para aseverar que, cuando va dirigida a la Administración Pública, la declaración extrajuicio es una prueba anticipada que antecede al inicio de las actuaciones administrativas, por lo que, en su criterio, prohibirla mediante una norma que tiene como marco preciso obligado los procedimientos o trámites existentes en la Administración Pública, no es jurídicamente procedente.
A continuación se interroga acerca de si las declaraciones extrajuicio pueden ser culpables de la corrupción, y por lo tanto si al eliminarlas se cumple con el objetivo que perseguía el otorgamiento de las facultades extraordinarias.
Como última observación sobre el punto, afirma que las materias que han sido afectadas por el artículo 10 del Decreto 2150 de 1995 son objeto necesariamente de leyes estatutarias por hacer referencia al régimen probatorio.
En cuanto al artículo 1º acusado, mutatis mutandi, repite los mismos argumentos anteriores, que hacen referencia al proceso administrativo y a los objetivos de moralidad y de lucha contra la corrupción que persigue la ley de facultades.
Haciendo alusión al tema de la autenticidad afirma que, según la ley, el documento privado es auténtico si ha sido reconocido ante juez o notario y que el documento público se presume auténtico pero que puede ser objeto de tacha de falsedad. Se pregunta, entonces, cómo puede decirse que sea inútil, superfluo o innecesario que la Administración trabaje con base en documentos privados auténticos, en lugar de otros que pueden ser falsos.
En cuanto a que las facultades hacen referencia a eliminar o reformar regulaciones, procedimientos o trámites en la Administración Pública, es obvio que el trámite de autenticar originales de documentos no se cumple ante la Administración sino ante jueces y notarios, lo que, por sustracción de materia, deja sin fundamento constitucional y legal la medida adoptada en el artículo 1º del Decreto 2150 de 1995.
Sobre la presunción de buena fe anota que ésta "podría ser definida siguiendo los lineamientos del Código Civil como la conciencia de haberse adquirido un derecho o procedido por medios legítimos, exentos de fraude y de todo otro vicio. Es decir, es proceder con lealtad".
No puede pretenderse -señala- que gracias a esta presunción desaparezca por arte de magia la posibilidad de que se falsifiquen documentos.
Termina diciendo que, aun tratándose de documentos públicos, respecto de ellos sólo existe la presunción de autenticidad, que admite prueba en contrario. Señala que es útil y contrario a la "tramitomanía" el que la Administración se evite verse enfrentada a un engaño o estafa, o, en el mejor de los casos, a una tacha de falsedad.
IV. INTERVENCIONES
El ciudadano ALVARO NAMEN VARGAS, en nombre y representación del Ministerio de Justicia y del Derecho, presentó un escrito destinado a defender la constitucionalidad de las normas acusadas.
A su juicio, el desenvolvimiento del Estado contemporáneo exige de sus actuaciones un grado máximo de eficiencia y celeridad, no obstante lo cual el Estado se sitúa frente a un proceso de multiplicación administrativa propia de los últimos tiempos, aspecto éste que hace necesario rodear la función pública de técnica administrativa suficiente para enfrentar esa situación.
En ese orden de ideas, asevera, el Congreso facultó al legislador extraordinario para que suprimiera trámites en aras de intereses colectivos.
Según sostiene, se ha evidenciado que el exceso en los trámites administrativos permitía un espacio importante para la corrupción y la burocratización de la función pública, en contra de lo ordenado por los artículos 84 y 209 constitucionales.
Más adelante se refiere a lo que denomina "razonabilidad de las normas impugnadas", señalando las razones por las cuales los trámites administrativos bajo examen fueron considerados innecesarios por el legislador extraordinario.
Al citar varias sentencias de la Corte Constitucional, concluye que las normas que se impugnan se presentan como desarrollo legal del principio de la buena fe, constituido como un derecho de trato del que gozan los particulares cuando actúan frente a las autoridades.
En cuanto a la afirmación del actor acerca de que el artículo 10 del Decreto 2150 de 1995 afecta el régimen probatorio, cuya regulación es objeto exclusivo de leyes estatutarias, dice que no comparte esa teoría puesto que las materias objeto de ese tipo de leyes están taxativamente señaladas por la Constitución y no contemplan tal régimen.
V. CONCEPTO DEL MINISTERIO PUBLICO
El Procurador General de la Nación, doctor Orlando Vázquez Velázquez, mediante Oficio Nº 879 del 20 de marzo de 1996, emitió el concepto de rigor, solicitando a la Corte que declare exequibles los artículos 1º y 10 del Decreto 2150 de 1995.
Para el Jefe del Ministerio Público, las normas demandadas, antes que contrariar la Constitución, lo que hacen es desarrollarla en su artículo 83, cuya finalidad es la de erradicar de la Administración Pública los obstáculos funcionales que tenían, como pretexto para su existencia, la presunta mala fe de los particulares en sus actuaciones frente a esa Administración.
Agrega que la presunción de buena fe se predica de todas las gestiones que los particulares adelanten ante las autoridades públicas y no de algunas en especial. Así, dice, el principio se erigió en un derecho de trato en favor de los particulares.
Para demostrar la constitucionalidad de normas que, como las acusadas, suprimen requisitos en las diligencias que los particulares adelanten ante la Administración Pública en pos del reconocimiento de sus derechos, expresa que lo mejor es apelar a los antecedentes de la norma constitucional y cita, en efecto, apartes pertinentes de las gacetas de la Asamblea Nacional Constituyente.
En cuanto a los principios de eficacia, celeridad y economía, el Ministerio Público encuentra que las preceptivas acusadas coinciden igualmente con el Ordenamiento Superior.
Asimismo indica que, cuando el actor afirma que el Ejecutivo excedió las facultades a él conferidas puesto que ellas le fueron otorgadas para suprimir regulaciones, trámites o procedimientos innecesarios y las declaraciones extrajuicio suprimidas son, en su criterio, necesarias en tanto preservan a la Administración de los riesgos de la falsedad, está ubicando el concepto de necesariedad dentro de unos marcos conceptuales ajenos a los principios que presiden la función administrativa en el nuevo ordenamiento constitucional. Además, concluye, con tal apreciación el demandante retoma el principio de la mala fe como orientador de las relaciones entre los particulares y el Estado, cuando este postulado fue claramente abolido por el Constituyente de 1991.
VI. CONSIDERACIONES DE LA CORTE CONSTITUCIONAL
1. Competencia
Esta Corte es competente para resolver en definitiva sobre la inconstitucionalidad planteada, según lo dispuesto en el artículo 241-5 de la Carta Política, ya que las normas acusadas hacen parte de un decreto con fuerza de ley.
2. Sujeción a las facultades extraordinarias. El principio constitucional de la buena fe y su incidencia en la preservación de la moral administrativa y en la erradicación de las prácticas corruptas
Ante todo, se ocupará la Corte en definir si el Ejecutivo, al ejercer las facultades extraordinarias conferidas, se atuvo a los precisos términos de la Ley que las otorgó o si, por el contrario, excedió sus límites. Tal es, en últimas, el cargo formulado por el demandante.
Enfática y reiterada ha sido la jurisprudencia de esta Corte en el sentido de exigir que los decretos dictados por el Gobierno al amparo del artículo 150, numeral 10, de la Constitución se circunscriban a la materia prevista de modo expreso por el legislador ordinario para el desempeño excepcional de las funciones legislativas por parte del Presidente de la República.
Conviene recordar lo señalado al respecto:
"Estando en cabeza del Congreso Nacional la titularidad de la función legislativa y siendo, por tanto, excepcionales los casos en que al Presidente de la República le es permitido ejercerla, uno de los cuales es el de las denominadas facultades extraordinarias (artículo 150, numeral 10, de la Constitución vigente; 76, numeral 12 de la anterior), el uso de esas atribuciones, que de suyo no son propias del Ejecutivo, está limitado de manera taxativa y estricta al ámbito material y temporal fijado en la ley habilitante.
(...)
Ello implica que el Presidente tan sólo puede legislar, con apoyo en las facultades concedidas, dentro del tiempo previsto por la propia ley y que los correspondientes decretos únicamente pueden tratar sobre los asuntos en ella indicados, sin lugar a extensiones ni analogías. El desbordamiento de tales límites por el Jefe del Estado representa una invasión de la órbita constitucional del Congreso y la consiguiente violación de la Carta Política". (Cfr. Corte Constitucional. Sala Plena. Sentencia No. C-416 del 18 de junio de 1992).
"El artículo 150, numeral 10º, de la Constitución Política es mucho más estricto que el 76, numeral 12, de la Constitución derogada en lo que se refiere al espectro de las facultades extraordinarias de las que puede ser investido el Presidente de la República.
En efecto, deben ser solicitadas expresamente por el Gobierno; su aprobación requiere de una mayoría calificada; están limitadas a un lapso máximo de seis meses y no se podrán conceder para expedir códigos, leyes estatutarias, leyes orgánicas, ni para que crear los servicios administrativos y técnicos de las Cámaras[1], como tampoco para decretar impuestos.
Sin embargo, dos elementos, objeto de reiterada jurisprudencia constitucional desde 1915, han hecho tránsito de la anterior a la nueva Carta en lo que concierne a la institución que nos ocupa: el carácter temporal de las facultades, que implica un término perentorio para que el Presidente haga uso de ellas expidiendo los correspondientes decretos con fuerza de ley, y la estricta delimitación material que la propia norma habilitante debe hacer, de tal manera que no es dable al Ejecutivo desbordar los linderos trazados, legislando sobre materias ajenas a las señaladas por el Congreso.
En uno y otro caso, la desobediencia del Gobierno al perentorio mandato constitucional conduce necesariamente a la declaratoria de inexequibilidad de los decretos expedidos por fuera del marco legal que lo habilitaba, pues en realidad cuando así acontece lo que se da es una invasión de competencias, una incursión inconstitucional de la Rama Ejecutiva en atribuciones que la Carta ha confiado al Congreso en su calidad de legislador ordinario. (Cfr. Corte Constitucional. Sala Plena. Sentencia C-132 del 1º de abril de 1993).
"...cuando el Gobierno utiliza las facultades extraordinarias para legislar sobre temas no expresamente contenidos en la ley de habilitación incurre en abuso de las autorizaciones que le fueron otorgadas e invade la órbita propia del legislador.
Como quiera que las materias objeto de la actividad legislativa del Congreso no pueden de ordinario ser reguladas mediante Decreto del Gobierno, éste necesita autorización específica para asumir función legislativa en torno de ellas. Si actúa por fuera de tal autorización, las normas que dicte al respecto con la pretensión de legislador son inconstitucionales". (Cfr. Corte Constitucional. Sala Plena. Sentencia C-514 del 10 de septiembre de 1992)
Pero también ha insistido la Corporación en que no se puede endilgar a un decreto ley el cargo de exceso en el uso de las facultades extraordinarias sin demostrar en forma clara e indudable que su contenido es ajeno al asunto respecto del cual quiso el legislador ordinario que actuara el Presidente de la República.
Sobre el punto se ha afirmado:
"La Corte Constitucional debe insistir en que la atribución de legislar ha sido confiada, tanto en el régimen derogado como en el nuevo, al Congreso de la República y que, por tanto, las funciones legislativas del Presidente son excepcionales, lo cual implica que únicamente tienen validez cuando se ejercen dentro de los estrictos límites establecidos por la Constitución y en los casos que ella determina. En este contexto, es obligada la interpretación restringida de las atribuciones invocadas.
Así, en el campo de las facultades extraordinarias, cuando los decretos leyes son expedidos después del tiempo que haya previsto la norma habilitante, o cuando tocan asuntos diversos de los que precisa y literalmente estaban incorporados por el legislador ordinario, es decir, en cuanto el objeto definido de las facultades otorgadas resulta excedido por la actividad legislativa desbordada del Gobierno, éste invade la órbita reservada al Congreso de la República y desempeña una función que no es la suya dentro del Estado de Derecho.
Para que pueda el Gobierno legislar amparado en una ley de la naturaleza mencionada, además de hacerlo durante el término perentorio de su excepcional ejercicio, ha de obrar dentro del limitado y específico ámbito que tengan las autorizaciones de las que es investido, las cuales deben ser expresas, de tal forma que, para reclamar su constitucionalidad, las materias tratadas en los decretos que se expidan encajen de modo exacto en el objeto señalado por el Congreso. Esto excluye las facultades implícitas.
El exceso en el uso de las facultades extraordinarias provoca necesariamente la inconstitucionalidad de las normas proferidas por fuera de la habilitación legislativa.
Pero, desde luego, como corolario de lo dicho, para que la acción de inconstitucionalidad pueda prosperar por este concepto, el abuso de la facultad conferida tiene que ser establecido con claridad y evidencia, de tal modo que no quepa duda acerca de la total carencia de atribuciones legislativas por parte del Ejecutivo.
En otros términos, sin perjuicio del postulado según el cual toda facultad extraordinaria invocada por el Presidente de la República debe estar expresamente otorgada, no se configura el exceso en su uso cuando pueda establecerse una relación directa de índole material entre los temas señalados por el legislador ordinario y las disposiciones que adopte el Jefe de Estado en desarrollo de la excepcional habilitación legislativa". (Cfr. Corte Constitucional. Sala Plena. Sentencia C-039 del 9 de febrero de 1995)
Resulta de lo anterior que el Ejecutivo, al ejercer las facultades extraordinarias, tiene por límite material el contenido de la ley habilitante y, además, cuando ella consagra requisitos formales o sustanciales que condicionan la actividad legislativa extraordinaria del Gobierno, únicamente se entiende que los decretos correspondientes son constitucionales si cumplen la integridad de las exigencias legales, en la forma y con los alcances que el mismo legislador ordinario haya definido. Lo cual se explica con naturalidad y lógica cuando se recuerda que, a la luz de la Constitución, el titular de la facultad es el Congreso, que, si la traslada en forma temporal al Presidente de la República, tiene todo el derecho de hacerlo dentro de las condiciones y con los requerimientos que juzgue prudentes.
En el caso de las normas acusadas, el actor deduce que hay exceso en el uso de las facultades extraordinarias por cuanto, a su juicio, no se cumplieron tres requisitos exigidos por la Ley 190 de 1995, en el sentido de que las normas correspondientes tendieran a preservar la moralidad en la administración y a erradicar la corrupción administrativa; de que las regulaciones, procedimientos o trámites que se fueran a suprimir o reformar fueran "existentes en la administración pública"; y de que dichas regulaciones, procedimientos y trámites tuvieran el carácter de innecesarios.
Es preciso, entonces, que la Corte verifique el alcance de la ley de facultades al respecto y defina si, al expedir las normas en cuestión, se sujetó el Gobierno a aquélla.
El artículo 83 de la Ley 190 de 1995 concedió las facultades extraordinarias en los siguientes términos:
"ARTICULO 83. De conformidad con lo dispuesto en el numeral 10 del artículo 150 de la Constitución Política, revístese al Presidente de la República de precisas facultades extraordinarias para que en el término de seis (6) meses, contados a partir de la promulgación de la presente ley, expida normas con fuerza de ley para suprimir o reformar regulaciones, procedimientos o trámites innecesarios, existentes en la administración pública. En ejercicio de dichas facultades no podrá modificar códigos, ni leyes estatutarias u orgánicas.
Los presidentes de las comisiones primeras constitucionales del Senado de la República y de la Cámara de Representantes designarán, cada una, dos de sus miembros que colaboren con el Gobierno para el ejercicio de las facultades a que se refiere este artículo".
Desde el punto de vista de la sujeción del Gobierno a la temporalidad de la habilitación legislativa, ningún reparo encuentra la Corte, pues el Decreto al que pertenecen los preceptos atacados se expidió el 5 de diciembre de 1995, es decir, dentro de los seis (6) meses del término concedido por el Congreso, que principió a contarse a partir del 6 de junio del mismo año, fecha en la cual entró en vigor la Ley 190 de 1995 (artículo 85), pues fue también la de su publicación en el Diario Oficial número 41878.
Por el aspecto material, la facultad que se confiere tiene un indudable carácter legislativo, ya que al legislador corresponde, según los artículos 26, 84 y 334 de la Constitución, establecer -y por ende reformar y suprimir- los requisitos, formalidades, procedimientos y trámites que puedan exigirse a las personas para el ejercicio de sus actividades, tanto en el campo de profesiones y oficios y en la esfera de la iniciativa privada y la empresa, como en lo relativo a las gestiones y asuntos propios de las múltiples relaciones entre los particulares y el Estado.
Podía el Ejecutivo, en consecuencia, dictar decretos con fuerza de ley cuyo objetivo primordial debería radicar, según la norma transcrita, en "suprimir o reformar regulaciones, procedimientos o trámites innecesarios, existentes en la administración pública".
No podía el legislador ordinario -esa la razón de las facultades- indicar directamente cuáles de los aludidos procedimientos, trámites y requisitos resultaban innecesarios, es decir, superfluos en relación con las finalidades sustanciales de la actividad pública. Esa era una materia que correspondía al Gobierno, revestido de las atribuciones legislativas excepcionales, y, en consecuencia, era éste el encargado de verificar esa connotación de "ausencia de necesidad" en los distintos aspectos y momentos de las actuaciones administrativas.
Es evidente que, si la facultad otorgada radicaba precisamente en eso, gozaba el Gobierno de un razonable margen de apreciación, perfectamente ligado a su experiencia y conocimiento en torno al rodaje ordinario de la administración pública, para detectar y, por tanto, enunciar los requerimientos vigentes, impuestos por la ley a los particulares, llamados a desaparecer por no ser indispensables.
Que el Presidente de la República, plenamente autorizado para hacerlo según el alcance de la norma habilitante, haya encontrado que, para el éxito de las gestiones a cargo de la administración no se hace necesario que los documentos ante ella presentados por los particulares tengan que ser forzosamente autenticados ante notario, o reconocidos notarial o judicialmente, o que la actividad administrativa no exige de suyo que toda afirmación formulada por particulares ante las entidades públicas deba pasar previamente en forma obligatoria por el tamiz de la declaración ante juez en la modalidad "extrajuicio", es algo que encaja de manera indudable en la previsión del legislador ordinario, pues corresponde a una verificación que justamente quiso él dejar en cabeza del Ejecutivo.
Basta considerar el cúmulo de dificultades prácticas que las mencionadas exigencias ocasionaban a las personas, por una parte, y la posibilidad real de cumplir los fines estatales sin que ellas estén presentes en la legislación, por la otra, para entender que el Gobierno no hizo nada diferente de "suprimir (...)regulaciones, procedimientos o trámites innecesarios, existentes en la administración pública", que era lo autorizado de manera expresa y tajante por la ley de facultades.
No puede, entonces, prosperar el cargo.
Pero, adicionalmente, la Corte Constitucional estima necesario afirmar que, a partir de la Constitución de 1991, estaba el legislador obligado a las supresiones y reformas que de manera genérica previó la Ley 190 de 1995, toda vez que requisitos como los prohibidos por las normas demandadas, en cuanto inoficiosos, partían de una concepción preconstitucional basada en la desconfianza del Estado en la honestidad y veracidad de los particulares cuando actuaban ante él.
La presunción de mala fe que dichas exigencias desarrollaban, plasmando obligaciones y cargas inútiles y superfluas, creaba innecesarios obstáculos a la normal actividad de los particulares, inclusive para todo lo referente al cumplimiento de sus obligaciones frente al Estado -como las tributarias-, generando a la vez, por lógica consecuencia, un clima propicio a la inmoralidad y al ilícito aprovechamiento de las necesidades y circunstancias de la gente por parte de servidores públicos inescrupulosos que -es de todos conocido- obtenían ganancia merced a la autorización de documentos y solicitudes que no llenaban los requisitos formales exigidos por la ley y, en no pocos casos, gracias a su alteración.
En el sentir de la Corte, el principio de la buena fe, plasmado en el artículo 83 de la Carta Política, que representa para las autoridades públicas la obligación de suponer la honestidad de los administrados -a no ser que en forma fehaciente se les pueda demostrar que actúan ilícitamente-, guarda íntima relación con el objetivo de preservar la moralidad en la Administración Pública, que era precisamente el buscado por el Congreso al expedir la Ley 190 de 1995.
Desde luego, no significa lo anterior que a partir de la Constitución haya quedado el legislador desautorizado para exigir los requisitos y formalidades que juzgue adecuados con miras a lograr ciertos fines en toda clase de asuntos, pues las propias normas constitucionales citadas le otorgan plena competencia para ello. Es claro, sin embargo, que sus exigencias a los particulares no pueden suponer presunción de mala fe y que, en todo caso, las autoridades distintas del legislador tienen expresamente prohibido, y de modo terminante, el establecimiento de cualquier trámite, formalidad o requisito no contemplado por la ley. Se trata, ni más ni menos, de un monopolio del legislador.
Debe observarse que las disposiciones enjuiciadas son aplicables a las actuaciones administrativas, lo que hace necesario advertir que su preceptiva encuadra en mandatos constitucionales de gran claridad, a los que es preciso dar fuerza y aplicabilidad práctica, tales como los consagrados en los artículos 123 y 209 de la Constitución. El primero de ellos destaca el papel del servidor público ante el Estado y en relación con la comunidad, a cuyo servicio se halla, razón por la cual está obligado a ejercer sus funciones en la forma prevista por la Constitución y las leyes y no según su capricho o intereses. El segundo fija los principios tutelares de la función administrativa, que está al servicio de los intereses generales, expresando que son los de igualdad, moralidad, eficacia, economía, celeridad, imparcialidad y publicidad, todos los cuales se ven traicionados y desconocidos cuando, en aras del vicio burocrático, se obstaculizan y dificultan las actividades de los particulares por razón de requisitos de origen administrativo no previstos en la ley y, por tanto, proscritos por la Constitución.
La Corte estima necesario repetir en esta materia lo que ha venido sosteniendo en su jurisprudencia de manera invariable:
"Cuando el artículo 83 de la Constitución exige que las actuaciones de los particulares y de las autoridades se ciñan a los postulados de la buena fe, la cual se presumirá en todas las gestiones que aquéllos adelanten ante éstas, consagra un postulado que obliga a las entidades y a los servidores públicos a revisar radicalmente la posición que tradicionalmente han venido observando ante el ciudadano, marcada por la prevención y la mala voluntad.
Tal principio exige de gobernantes y gobernados el compromiso de obrar honesta y desprevenidamente, en el marco de unas relaciones de mutua confianza, de tal manera que, sometidos todos al orden jurídico y dispuestos a cumplir sus disposiciones con rectitud, no haya motivo alguno de recelo.
La norma en mención no obliga tan sólo al particular sino que se aplica con igual severidad al servidor público, que ni puede presumir la mala fe de la persona respecto de la cual cumple su función, ni le es permitido, en lo que toca con sus propios deberes, asumir actitudes engañosas o incorrectas". (Cfr. Corte Constitucional. Sala Quinta de Revisión. Sentencia T-532 del 21 de noviembre de 1995. M.P.: Dr. José Gregorio Hernández Galindo).
"El principio de la buena fe se erige en arco toral de las instituciones colombianas dado el especial énfasis que en esta materia introdujo la Carta del 91, a tal punto que las relaciones jurídicas que surjan a su amparo no podrán partir de supuestos que lo desconozcan.
En el diario acontecer de la actividad privada, las personas que negocian entre sí suponen ciertas premisas, entre las cuales está precisamente el postulado que se enuncia, pues pensar desde el comienzo en la mala fe del otro sería dar vida a una relación viciada.
Si este principio es fundamental en las relaciones entre particulares, con mayor razón tiene validez cuando ellos actúan ante las autoridades públicas, bien en demanda de sus derechos, ya en el cumplimiento de sus deberes y obligaciones, toda vez que el Estado y quienes lo representan deben sujetar su actividad al objetivo de realizar el bien común, sobre la base de las previsiones trazadas por el legislador, en vez de crear dificultades a los gobernados y entrabar innecesariamente el desenvolvimiento de las múltiples relaciones que con ellos deben forzosamente establecerse.
Así, por ejemplo, la sola voluntad de un servidor público no es suficiente a la luz de la Carta Política en vigor para exigir autenticación de firmas, presentación de documentos, imposición de sellos, trabas inoficiosas, términos no previstos en ley o reglamento, para apenas indicar algunos de los requerimientos favoritos del burócrata, ya que varios preceptos constitucionales remiten a la ley como única fuente de tales exigencias.
El artículo 6º de la Constitución afirma que "Los particulares sólo son responsables ante las autoridades por infringir la Constitución y las leyes. Los servidores públicos lo son por la misma causa y por omisión o extralimitación en el ejercicio de sus funciones" (Subraya la Corte).
El artículo 122 indica que "No habrá empleo público que no tenga funciones detalladas en ley o reglamento...", al paso que, según el 123, "Los servidores públicos están al servicio del Estado y de la comunidad" y "ejercerán sus funciones en la forma prevista por la Constitución, la ley y el reglamento" (Se subraya).
El artículo 83 dispone que "Las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe, la cual se presumirá en todas las gestiones que aquellos adelanten ante estas", mientras el 84 es perentorio en señalar que "cuando un derecho o una actividad hayan sido reglamentados de manera general, las autoridades públicas no podrán establecer ni exigir permisos, licencias o requisitos adicionales para su ejercicio", principio refrendado en el artículo 333, relativo a la actividad económica y a la iniciativa privada, para cuyo ejercicio "nadie podrá exigir permisos previos ni requisitos sin autorización de la ley".
De todo lo cual se desprende sin mayores esfuerzos del intelecto que el principio es la confianza, expresada en la presunción de buena fe, mientras que las excepciones al mismo, es decir, aquellas ocasiones en las cuales pueda partir el Estado del supuesto contrario para invertir la carga de la prueba, haciendo que los particulares aporten documentos o requisitos tendientes a demostrar algo, deben estar expresa, indudable y taxativamente señaladas en la ley. De tal modo que el servidor público que formule exigencias adicionales a las que han sido legalmente establecidas, vulnera abiertamente la Constitución e incurre en abuso y extralimitación en el ejercicio de sus atribuciones". (Cfr. Corte Constitucional. Sala Tercera de Revisión. Sentencia T-460 del 15 de julio de 1992. M.P.: Dr. José Gregorio Hernández Galindo).
Se considera que la supresión de los trámites y requisitos aludidos en los preceptos objeto de demanda, en vez de violar disposición alguna de la Carta, da desarrollo cabal a uno de sus postulados básicos.
Por el contrario, atentan contra la Constitución y lesionan los derechos de los gobernados las conductas renuentes de los servidores públicos que, desconociendo las prohibiciones en vigor, siguen exigiendo documentos originales autenticados o reconocidos notarial o judicialmente, o declaraciones extrajuicio, para lo relativo al trámite de los asuntos a su cargo.
Observa la Corte que la primera y más grave falta disciplinaria de cualquier funcionario consiste en violar la Constitución (artículos 6 y 124 C.P.) y, por ello, tanto los superiores jerárquicos como el Ministerio Público están obligados a aplicar con drasticidad y prontitud las sanciones de esa índole que merecen los infractores, sin perjuicio de las penales que tengan origen en la posible comisión del delito de prevaricato.
3. Las normas acusadas no exigían para su expedición el trámite propio de la legislación estatutaria
Alega el demandante que los artículos objeto de su acción deben ser declarados inconstitucionales, entre otras razones, por no estar incluídos en una ley estatutaria, dado que se trata, según dice, de normas de carácter probatorio.
La Corte, en lo relativo a los asuntos que, al tenor del artículo 152 de la Carta, deben ser objeto de leyes estatutarias, ha de afirmar, siguiendo su jurisprudencia, que el aludido mandato constitucional contiene una enunciación taxativa y de alcance estricto. No son admisibles las interpretaciones extensivas o analógicas, para pretender que asuntos no ennumerados por la Constitución deban ser tramitados por el Congreso con arreglo a los procedimientos extraordinarios que exige el artículo 153 Ibídem.
Es manifiesto que el artículo 152 de la Carta no incorpora en su enunciación lo referente a la expedición de códigos y, por otra parte, ella no exige per se que la ley correspondiente sea aprobada como estatutaria, a menos que sus normas, consideradas materialmente, así lo determinen por los temas tratados.
Y aunque, en gracia de discusión, fuera posible pensar que los códigos de procedimiento debieran ser materia de ley estatutaria -lo que resultó descartado por esta Corte en la Sentencia C-037 del 5 de febrero de 1996, al efectuar la revisión de la Ley de Justicia- y si bien en ellos se consagran ordinariamente las reglas relativas a medios de prueba, es claro que el legislador puede regular lo pertinente a las actuaciones ante la Administración Pública, incluyendo elementos que de una u otra manera toquen con aspectos probatorios, sin que ello signifique que, al hacerlo, expide un código, sujeto en todo a las exigencias propias del mismo.
4. La normatividad demandada no reguló procesos judiciales sino administrativos
Justamente a propósito de la expedición de códigos, sostiene el impugnante que el Congreso no podía otorgar facultades extraordinarias al Ejecutivo para dictar las normas enjuiciadas, por cuanto éstas modifican el Código de Procedimiento Civil.
En efecto, abundante ha sido la jurisprudencia de esta Corte en el sentido de exigir con el mayor rigor el acatamiento a lo establecido por el artículo 150, numeral 10, de la Constitución, que prohibe radicalmente el otorgamiento de facultades extraordinarias para expedir o reformar códigos.
Pero, a no dudarlo, la sola lectura de los artículos 1 y 10 del Decreto 2150 de 1995 confiere certidumbre en el sentido de que para nada modifican ni alteran la normatividad procesal en materia civil, pues su objeto no es el de regular los procesos judiciales sino el de introducir en la legislación los correctivos indispensables para que los trámites administrativos se sujeten, según lo dicho, a los postulados constitucionales.
Si de lo que se trata es de prohibir unas ciertas exigencias "a las entidades que integran la Administración Pública" y de suprimir requisitos que se venían aplicando en las actuaciones ante las mismas, así consistieran ellos en documentos de origen judicial, resulta palmario que el legislador no penetró en el ámbito propio de las ritualidades procesales conducidas por los jueces y, entonces, este cargo carece de todo fundamento.
Las normas impugnadas se declararán exequibles.
DECISION
Con fundamento en las precedentes motivaciones, la Corte Constitucional de la República de Colombia, en Sala Plena, oído el concepto del Ministerio Público y cumplidos los trámites previstos en el Decreto 2067 de 1991, administrando justicia en nombre del pueblo y por mandato de la Constitución,
RESUELVE:
Decláranse EXEQUIBLES, por no ser contrarios a la Constitución, los artículos 1 y 10 del Decreto Ley 2150 de 1995.
Cópiese, notifíquese, comuníquese, insértese en la Gaceta de la Corte Constitucional, cúmplase y archívese el expediente.
CARLOS GAVIRIA DIAZ
Presidente
JORGE ARANGO MEJIA ANTONIO BARRERA CARBONELL
Magistrado Magistrado
EDUARDO CIFUENTES MUÑOZ HERNANDO HERRERA VERGARA
Magistrado Magistrado
JOSE GREGORIO HERNANDEZ GALINDO
Magistrado
ALEJANDRO MARTINEZ CABALLERO JULIO CESAR ORTIZ GUTIERREZ
Magistrado Magistrado
VLADIMIRO NARANJO MESA
Magistrado
MARTHA VICTORIA SACHICA DE MONCALEANO
Secretaria General
[1] En cuanto al error cometido en la edición oficial de la Constitución, que citó en este numeral como no susceptibles de facultades extraordinarias las materias indicadas en el numeral 20 del artículo 150 (servicios administrativos y técnicos de las cámaras), si bien la sentencia citada se atiene al texto literal de la norma, según la publicación de la Gaceta Constitucional número 116 del 20 de julio de 1991 y al publicado oficialmente por la Presidencia de la República en diciembre de 1991, la Corte en numerosas providencias (Cfr., por ejemplo, las sentencias números C-417 del 18 de junio de 1992, C-510 del 3 de septiembre de 1992 y C-246 del 1 de junio de 1995), ha señalado que el verdadero sentido de la prohibición consiste en impedir que por facultades extraordinarias se expidan leyes marco (artículo 150, numeral 19).
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